viernes, 5 de marzo de 2010

HUÉRFANO

Aunque con padre y madre, llegaste a nosotros huérfano y hambriento, para mostrarnos desde tu miserable existencia, la hipocresía de otro tiempo (que a la postre no resulta tan diferente de la de ahora). Fuiste ojos de quien no veía y a través de los suyos conociste la crudeza de la vida. Con el ingenio aguzado por el hambre, compartiendo incluso tu miseria con quien menos que tú tenía. Fuiste andariego cansado, conocedor del engaño del buldero, aguador con asno y prohibido por “La Santa”. Y por encima de lo que dijeran, amante de tu esposa y de la vida que siempre quisiste vivir.

Llegaste a nosotros huérfano, pero quizá ya encontraron definitivamente a tu padre.

http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/26743/Primera_documentacion_sobre_el_autor_del_Lazarillo

lunes, 15 de febrero de 2010

EL METRO DE MADRID

No sé si veinte minutos de trayecto es un tiempo-muestra suficiente. Anticipo además al lector de mis no muy frecuentes visitas al metro en general y las muy escasas al metro de Madrid en particular. Lo que sí está claro es que en un metro como el de Madrid, veinte minutos ofrecen situaciones y caras de lo más variadas. Con ese movimiento pendular suave y a ratos imperceptible, como una madre dando ligeros toques con el pie al carrito, se cae en la tentación de dejarse llevar por la mecida e incluso marcarla un poco, como para arrullarse. O quizá más que arrullo… sea como movimiento de carreta que le lleva a uno a sus cadalsos particulares. Las expresiones de las caras casi no dejan lugar para las dudas y más parece carreta que carrito. Cuántas tristezas parecen sumarse en el subsuelo del metro de Madrid. Las miradas se pierden en las botas de enfrente o las más de las veces en las propias. O sobre las páginas de un libro convenientemente forrado de la intimidad que proporciona una desgastada hoja de periódico o un envoltorio de regalo. Pero casi siempre taciturnas y apagadas. A lo sumo, pasan de soslayo (o se arrojan, según el grado de descaro) sobre partes de aquí o de allá del cuerpo de otros pasajeros. Pero conté una. Conté una sonrisa, regalo de una diminuta niña de ojos rasgados y que me hizo sentir especial (aunque la realidad sólo fuera que era yo a quien tenía más cerca). Yo le devolví la sonrisa y el manido pero rotundamente eficaz gesto de esconderme tras la barra de sujeción. Ese fue el suceso iniciador de nuevas sonrisas en la niña, pero esta vez con el añadido de ser espléndidamente sonoras. En un contagio inesperado, terminó alcanzando a casi todo el vagón. Por unos minutos, el metro de Madrid brilló en algún subterráneo punto entre Goya y Ciudad Universitaria.

rpc